Amor a orillas del río
Morel Imoff estaba caminando en la terraza de su edificio, paresia un zombi. Llegó al borde de la cornisa, subió sus brazos al cielo y se dejó caer.
Cuando tenía 17 años cursaba el primer año. Una mañana, mientras la maestra daba la clase, entró una mujer bonita, con un hermoso cuerpo, y se sentó
detrás de su banco. Sintió su perfume y un temblor recorrió sus venas.
En el patio de la escuela, ella se sentaba debajo de un ombú. Un día él se acercó y le preguntó si podía sentarse con ella. La joven dijo que no.
Insistió tanto que finalmente aceptó, pero no pudieron hablar porque sonó la campana y ella se levantó muerta de risa, se fue corriendo; mientras él la perseguía y le decía:-“¡Me llamo Morel, queres salir conmigo”! Entre risas, miradas y corridas ella gritó su nombre “¡Julia! Y moviendo la cabeza dijo que si”
Empezaron a salir juntos por la vida. Julia vivía en una casa humilde, en la orilla del río y éste fue testigo de ese amor: caminaban al atardecer, navegaban entre islas y se dormían con el arrullo del río.
Se casaron, vivieron muchos años y si bien no tuvieron hijos, viajaron por Europa, por América de Norte; escalaron el Aconcagua y convivieron con comunidades mapuches. Una vida llena de aventuras.
Julia tenia 50 años cuando los médicos le descubrieron un cáncer, que le dejaba pocos meses de vida.
Médicos. Análisis. Quimioterapia. Dolores. Morfina.
Una mañana de agosto, con un sol tenue, Julia se fue al país del nunca más.
Morel estaba mal, no quería hacer nada, sentía un dolor denso en el pecho. No soportaba vivir con tanto vació y un atardecer se fue como un ave con la ilusión de encontrase con Julia.
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